26 de abril de 2011

Niebla

El sol amaneció, mas sus timidos rayos apenas pudieron tocar suelo. La espesa bruma que cubría el pueblo impedía que, pese a los esfuerzos por parte del Astro Rey, los caminos vieran la luz.
Las cosas eran como eran, y llevaban años siendo así en aquel pequeño pueblo. El denso manto que los cubría rara vez dejaba ver las facciones del vecino, hasta que se hallaba realmente cerca. Ello impulsó su curiosa conducta: todos hablaban entre susurros; y siempre acercándose a la oreja del oyente. Y es que, nunca se podía saber cuanta gente había alrededor. 
Claro que, como cabría suponer, se podía oír hablar en voz alta; pero casi nunca nada cierto. Porque, dicho queda, nunca se sabe quién puede estar oyendo y juzgando. 

Así la situación, en aquel pueblo los secretos eran más herméticos que en ningún otro lugar, y el contacto, apenas inexistente. 

Esta misteriosa bruma, por lo general gris, se filtraba por cualquier resquicio, fuese el marco de una puerta o el de las ventanas; chimeneas y claraboyas, rendijas entre tablas o hasta por las cuadras. Todo lo cubria, todo lo anegaba. 

En aquél mundo acromático, de tan carente de color que era, de pura oscuridad que lo anegaba, la gente se ensimismaba, a más no poder.
La introversión era el pan de cada día, y las noticias, inexistentes; amén de poco interesantes.


La espesa niebla de la indiferencia, de la dejadez, la espesa niebla del miedo y la envidia por el prójimo, impedía el simple hecho de poder ver a nuestros vecinos. De poder hablar sin el miedo al qué dirán. A fin de cuentas,  de poder ver algo más allá de cinco  dedos de la frente propia.

Niebla que, a lo largo de los años, oxida más que el salitre, que atrofia los sentidos como la falta de luz, y para la que, de momento, los pueblerinos no han hallado cura... Pues ni siquiera conocen el mal que los envuelve: no identifican la situación en la que se hallan. 

No añoran, de no conocer, el ver al sol cubrir con su manto cobrizo de últimas horas del día el calmo mar, o ver a la luna tender su cinta de plata a lo largo de los océanos. 

No conocen el calor del sol acariciando su cara, ni el frescor de la sonrisa ajena al verlos, y reconocer un rostro amigo en ellos. 
Y, de no darse cuenta, de no sentir la punzada de que algo no funciona, no los conocerán. Nunca. 




18 de abril de 2011

Frente al mar

Contemplando la inmensidad del mar, me siento pequeño. A mis espaldas, un mundo de luces, velocidad, humo y asfalto. Bajo mis pies, inexorables, las olas rompen contra la pared del acantilado. 
El salitre salta a ráfagas, inundándome y envolviéndome, con ese suave olor tan familiar. 
De fondo, a mis oídos no llegan ya más motores de coches, ya no hay cláxones atronando, no más música electrónica perforando mis sienes. El piar de algún pájaro, el manso choque de las aguas, y el viento elevándose entre mi pelo. 
La estela de un barco es apenas visible; hace mucho que zarpó el último de ellos, no son horas de navegar. El sol se pone, y quizá algún pescador esté de regreso, hacia el calor del hogar. No me incumbe. 


Sentado en el borde, contemplo como se mece un pequeño árbol, ajeno a lo que le rodea. Ajeno a cualquier duda, cualquier problema planteársele a una persona huyendo, deprisa, de su propia velocidad, y del ciclón que lo sigue. Ajeno, y desinteresado, de cualquier cosa que pueda rodearle, salvo del hecho de crecer, y de vivir. 


Triste, vuelvo la vista. Las luces de al ciudad me absorben, difuminan cualquier otra cosa, que allá pudiera haber.
Me levanto, miro por encima de mi hombro, de nuevo.
Las aguas, ahora oscuras y calmas, se despiden de mí, como los últimos rayos de sol al esconderse en el horizonte.
 Vuelvo al camino de tierra que me ha conducido hasta ahí, a uno de los pocos lugares en los que parece que puedas oír voces de otros tiempos susurrándote sosegadamente, haciéndote respirar.
Haciéndote enfocar el siguiente día desde un marco mucho más amplio, mucho más sereno, que aquel que nuestro despertador, la luz artificial y el café caliente nos imprime cada mañana. Ese lazo que se acorta sobre tu cuello. Ese lazo que te va impidiendo, paulatinamente, el poder sonreír, cerrar los ojos, y disfrutar.