18 de abril de 2011

Frente al mar

Contemplando la inmensidad del mar, me siento pequeño. A mis espaldas, un mundo de luces, velocidad, humo y asfalto. Bajo mis pies, inexorables, las olas rompen contra la pared del acantilado. 
El salitre salta a ráfagas, inundándome y envolviéndome, con ese suave olor tan familiar. 
De fondo, a mis oídos no llegan ya más motores de coches, ya no hay cláxones atronando, no más música electrónica perforando mis sienes. El piar de algún pájaro, el manso choque de las aguas, y el viento elevándose entre mi pelo. 
La estela de un barco es apenas visible; hace mucho que zarpó el último de ellos, no son horas de navegar. El sol se pone, y quizá algún pescador esté de regreso, hacia el calor del hogar. No me incumbe. 


Sentado en el borde, contemplo como se mece un pequeño árbol, ajeno a lo que le rodea. Ajeno a cualquier duda, cualquier problema planteársele a una persona huyendo, deprisa, de su propia velocidad, y del ciclón que lo sigue. Ajeno, y desinteresado, de cualquier cosa que pueda rodearle, salvo del hecho de crecer, y de vivir. 


Triste, vuelvo la vista. Las luces de al ciudad me absorben, difuminan cualquier otra cosa, que allá pudiera haber.
Me levanto, miro por encima de mi hombro, de nuevo.
Las aguas, ahora oscuras y calmas, se despiden de mí, como los últimos rayos de sol al esconderse en el horizonte.
 Vuelvo al camino de tierra que me ha conducido hasta ahí, a uno de los pocos lugares en los que parece que puedas oír voces de otros tiempos susurrándote sosegadamente, haciéndote respirar.
Haciéndote enfocar el siguiente día desde un marco mucho más amplio, mucho más sereno, que aquel que nuestro despertador, la luz artificial y el café caliente nos imprime cada mañana. Ese lazo que se acorta sobre tu cuello. Ese lazo que te va impidiendo, paulatinamente, el poder sonreír, cerrar los ojos, y disfrutar.

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