26 de diciembre de 2010

Añoranza

Era fácil encontrarlo al pie del faro, quizá pensando, soñando, tal vez, recordando, acaso.

Su blanco cabello rizado, bajo la gorra marinera, ajada por el sol y la sal, recordaba que muchos eran los inviernos que habían pasado por él. Que mucho tiempo hacía que contemplaba el mar. El mar, el mismo mar, extendiéndose hacia el horizonte,  inalterable, constante, eterno. El mismo mar que no cambió mientras él envejecía. A veces dócil y pausado, iracundo y tempestuoso otras, dos caras de la misma moneda, a fin de cuentas.

Los ojos, que antaño fueran azules y que se habían teñido de un gris apagado con el paso de los años, reflejaban el débil y frío sol de Noviembre, mientras el viento agitaba sus ideas y sus viejas prendas de vestir, varias veces remendadas, tanto las unas como las otras.

La vida se le había ido escapando irremediablemente como la arena entre sus dedos, incontenible. Su juventud nunca más volvería, a sus familiares y amigos no pudo seguirlos allá donde fueron. La soledad fue su única compañera, la soledad y el faro. 
Durante las frías noches su luz iluminaba las tinieblas, mas no conseguía hacer lo propio con su alma, que hacía tiempo que se encontraba perdida, lejos del lugar donde sus pies dejaban huellas sobre el húmedo suelo.

Una mañana, el viejo marinero no volvió. Simplemente, desapareció, como el salitre tras romper la ola. Algunos dicen que lo vieron trabajar en su viejo barco, día y noche, sin descanso. Otros aseguran que vieron al viejo hombre embarcar una mañana, cuando los primeros rayos del sol despuntaban al alba, y dirigirse hacia el horizonte. Siempre hacia el horizonte.

Partió llevando sus ropas y sus años consigo como únicos compañeros de viaje, y no dejo nada sino las marcas de sus botas en el barro húmedo. Las próximas lluvias las borrarán, y el faro será el único que añore su presencia y que se apene de su partida.


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